¿Por qué queremos tanto a Shoji Hamada?

Seguramente porque este humilde creador japonés, profundo conocedor del arte popular de su pueblo, sea uno de los ceramistas más singulares y expresivos que se han dado en el milenario desarrollo de esta técnica, con tanta capacidad artística como funcional.

Nació, vivió y murió en Japón, salvo un periodo de tres años de estancia en Gran Bretaña a principios de los años veinte del siglo pasado, junto a su amigo Bernard Leach, buen ceramista y divulgador en Occidente de la práctica mágica de la alfarería oriental. Nacido en una pequeña localidad en la península de Bósó y la bahía de Tokio a finales del siglo XIX, 1894, toda su vida trascurrió a lo largo del siglo XX, hasta 1978, se formó en el Instituto Politécnico de Tokio, inició una carrera de pintor que pronto abandonó, porque según sus propias palabras “una mala pintura no sirve para nada, lo único que se puede hacer con ella es tirarla, sin embargo, una mala olla siempre se puede usar”. En 1925, cuando ya había alcanzado una cierta madurez como ceramista, se instaló en Mashiko prefectura de Tochigi, al norte de Tokio e importante centro de alfarería tradicional. Actual centro de peregrinación internacional para todos los amantes de la “religión verdadera”, que no es otra que la Cerámica, porque allí se encuentran los museos de cerámica popular y el del propio Hamada, incluido todo su taller, su torno de mano que impulsaba con una caña y sus herramientas de trabajo.

Influido por la filosofía del movimiento “mingei” auspiciada por el teórico del arte y filósofo Yanagi Sóetsu, que pretendía liberar a los artistas de su propio ego y del deseo de enriquecerse, apoyándose en los principios motores y en los valores estéticos de la artesanía popular, donde toda pieza salida de manos del artesano, ha de ser funcional, natural, sincera, segura y simple. A este grupo pertenecía también el que aparece siempre en todos los textos que he consultado como maestro de Hamada, Kawai Kanjiro, que era sólo cuatro años mayor que él y que confrontando las piezas de uno y otro, las del primero están a años luz de la de su supuesto maestro. La gozosa y espontánea libertad con la que trata el primero los graciosos volúmenes, texturas rotundas y sintéticos motivos de sus piezas, donde el desequilibrio expresivo y la incertidumbre constituyen su alfabeto básico, mientras que las piezas del segundo trasmiten una atenazada belleza y un preciso proyecto que las distancia radicalmente de la intensa poética del supuesto discípulo. También formaba parte de este grupo germinal, el soberbio estampador y diseñador de tejidos tradicionales Keisuke Serizawa, que fue distinguido con el título de Tesoro Nacional Vivo en 1956, justo al año siguiente de que fuera nombrado con el mismo título Shoji Hamada.

Hay una corriente euro centrista de críticos de Arte que pretende hacer heredera la escuela “mingei” del movimiento británico “Arts and Crafts” del poliédrico diseñador y teórico socialista William Morris. Obviamente una se construyó a finales del siglo XIX y la otra a mediados del XX, pero los supuestos teóricos de una y otra coinciden muy levemente, para Morris se trataba de recuperar las prácticas gremiales y medievales de los buenos artesanos británicos que hicieran pequeñas series de piezas de gran calidad dentro del amplio campo de las denominadas artes decorativas para un público adinerado, pero de gustos selectos. Para ello se apoyaba en las pautas estéticas más conservadoras: equilibrio, orden, simetría,” horror vacui”, esquematización de motivos naturales y cromatismo discreto, en el fondo, no es otra cosa que buen gusto pequeño burgués. Racionalidad práctica. Los maestros japoneses están en otra clave ética y estética: piezas únicas, gusto por lo inacabo, desequilibrio, vacío lírico o directamente silencio, arrobo ante la Naturaleza y pasión contenida.

En España se pueden ver, no tocar, varias piezas del Maestro en el Museo Nacional de Arte de Cataluña en Barcelona. Aunque la instalación de las obras es muy buena, el discurso museístico pretende emparentar de una manera más que artificiosa la gran figura de Shoji Hamada con la del nada desdeñable Josep Llorens Artigas y otros ceramistas catalanes de menor fuste. Es verdad que ellos se conocieron en Europa y un decenio más tarde volvieron a coincidir en Japón, porque su hijo Joan Gardy Artigas, también buen ceramista, se casó con una japonesa. La influencia oriental en muchas de las propuestas de los buenos ceramistas catalanes y de otras muchas culturas es innegable, el reflejo de nuestro mundo en el suyo no es más que una vana ilusión de teóricos nacionalistas, afines a pequeños poderes locales.

Para acabar, Shoji Hamada nunca firmó ninguna de sus piezas, aunque son perfectamente reconocibles, como así sucedió con la mayoría de los grandes pintores occidentales durante siglos, vivió con la sencillez de un artesano y sin la preocupación de hacerse rico, aunque sus obras llegaron a alcanzar una importante cotización y nunca pretendió crear escuela, aunque sigue siendo la guía más segura para cualquier ceramista que se interese por la alta cultura de Japón.

Fernando Ferro , Vallekas junio 2023